Últimamente, parece que es ya una tendencia el desmitificar la maternidad. Se comenta a menudo lo equivocadas que están muchas mujeres, antes del parto, respecto a lo que supone tener un bebé. Yo no me sentí estafada cuando llegó mi primera hija, al menos no por las mismas razones que he leído o escuchado. Supongo que tener dos sobrinos mayores que mi niña, y unos padres que durante años relataron lo duro que fue criarnos a mí y a mis hermanos, me creó una estampa poco dulcificada de la maternidad. Pero tengo que reconocer que jamás me hice realmente una imagen mental de que lo que iba a suceder después del parto.
En el año 2002, cuando me quedé embarazada por primera vez, aún no se usaba Google de manera masiva, y eso creo que me mantuvo al margen de esas imágenes idílicas de bebés sonrosados y mamás sonrientes y perfectas que abundan en internet. Por entonces, leía libros sobre maternidad, de cierta calidad, y revistas. Sabía que iba a ser duro, me habían hablado del parto en las clases pertinentes, sabía que ya no iba a dormir mis ocho horas de rigor, que me iban a doler los pechos, que mi cuerpo iba a cambiar. Alguna otra molestia física hubo que desconocía, pero que acepté, ya que fue más o menos pasajera, y no me traumatizó.
La vergüenza de ser madre
Sin embargo, estoy de acuerdo en que hay que dejar claras las cosas, y que hay que presentar la vida de las madres tal y como es, no por elevar una queja sin más, sino por tratar de crear una imagen más ajustada a la realidad, al menos a la de un porcentaje considerable de madres. No quiero ser una aguafiestas, no todas las madres viven el parto y la lactancia de la misma manera, las experiencias son tan diversas como las mujeres que pasan por ello.
Para mí la gran diferencia entre tener hijos y no tenerlos es la responsabilidad que esto conlleva y el cambio tan grande que supone en el estilo de vida de una pareja. Cuando como pareja decidís tener un bebé, tenéis que ser conscientes de que nunca más volveréis a ser solo dos. Parece de perogrullo, pero no lo es. Vuestras prioridades cambiarán, vuestro tiempo de ocio, vuestra vida social, la relación de pareja, el reparto de tareas en casa, la evolución de vuestras carreras profesionales, la economía de vuestro hogar, las vacaciones, la relación con vuestras familias, con vuestros amigos: todo se ve afectado por el paso de ser dos a ser tres, cuatro, cinco, o los que lleguéis a ser. No es que sea malo, pero hay que adaptarse a un nuevo estilo de vida y esto es cosa de los dos, así que es necesaria mucha unión y fuerza para afrontar esta nueva etapa.
Uno de los cambios que más me costó encajar personalmente tras la maternidad fue el hecho de tener a una personita dependiente de mí en todo momento. Ser madre es un trabajo de 24 horas al día por siete días a la semana por 365 días al año para el resto de tu vida. Saber que eres su sustento, su consuelo, que te necesita a más no poder, que es un ser indefenso y que eres responsable de su salud, su bienestar, su desarrollo emocional, su crecimiento y su educación es abrumador. Esa sensación de responsabilidad infinita no la había tenido nunca antes.
Al ser madre creo que se produjo en mí una especie de pérdida de identidad. La mujer que era pasó a ser otra persona nueva, no completamente distinta, pero en constante evolución, en adaptación eterna, en un estado de búsqueda de un nuevo lugar en el mundo, de mi nuevo papel. Necesitaba saber cómo encajar todo aquello con mi vida anterior, sin perderme en el nuevo estado al que acababa de transitar.
Durante los primeros meses después de que naciera mi hija mayor, recuerdo haber perdido la noción del tiempo, estaba tan enganchada a mi bebé y ella a mí que no teníamos horarios, pasábamos tantas horas solas las dos que parecía que solo nos teníamos la una a la otra. No es tan sencillo romper el vínculo de los meses de embarazo, la llegada al mundo no acaba de convertir al bebé en un ser independiente de su madre, el vínculo continúa, y creo que es complicado estar preparada para aceptarlo.
Otro de los sentimientos que recuerdo era la angustia de perderla, de que dejara de respirar. Me parecía tan frágil que apenas dormía, pendiente de que estuviera bien, de que no se atragantara al regurgitar, de que no pasara frío, calor, o hambre. Para mí, lo más duro de esos meses fue no ser capaz de disfrutar de ella, sentir una melancolía constante, salir a dar un paseo y pensar que las otras madres con sus bebés no se veían ni la mitad de agotadas que yo, incluso algunas que no eran primerizas lidiaban con dos niños sin acalorarse, al menos desde mi punto de vista.
Está claro que no estaba preparada emocionalmente. Lo que me habían contado, lo que había leído, se centró más en los cambios físicos y en las molestias que en las emociones. No sé si sufrí una depresión posparto, o si simplemente estaba extenuada de amamantar, pasar 11 horas al día sola con ella y dormir en tramos de dos horas. Deseaba que llegara mi marido de trabajar para tener compañía, para recuperar un poco mi vida anterior, para darme una ducha larga, sin vigilar por el rabillo del ojo al bebé, para volver a ser yo.
No volví a sentirme así después de los otros dos partos, aunque el paso de uno a dos hijos y de dos a tres es un cambio muy importante también. Cuando ya tienes un hijo mayor, este marca unos horarios y unas necesidades que te impiden vivir solo para el bebé recién nacido, así que la llegada del segundo, a pesar de ser prematuro, fue más llevadera. Afortunadamente disfruté la baja por maternidad de él y de la tercera, pude disfrutar de ellos como bebés, y sí que fui capaz de organizar mi vida con tres niños pequeños, algo que en los primeros meses después del primer parto me parecía del todo imposible. Pero con esto no quiero decir ni mucho menos que la experiencia de otras madres vaya a ser como la mía, no pretendo dar consejos ni generar sentimientos de culpa, miedo o incapacidad, simplemente quiero contar una experiencia más.
Pienso que a las madres nos toca reinventarnos constantemente. Al principio te adaptas a tu hijo bebé, después a tu hijo que ya camina, al que va al colegio, al que va al instituto, al adolescente y a lo que aún esté por venir. Conoces a tus hijos casi como a ti misma, sabes si algo les está yendo mal, les está preocupando, si necesitan un respiro, si les exiges demasiado o demasiado poco.
Desmitificar la maternidad puede estar bien, pero tampoco creo que nada de lo que nos cuenten vaya a ser tan importante y significativo como nuestra propia experiencia. Y sobre todo ¿qué época de la maternidad desmitificamos? Porque estoy segura de que nuestras madres, algunas ya abuelas, aún viven experiencias como madres que no son como ellas creían que serían.
Autora: Eva Bailén
Publicado en www.elpais.com